En una entrevista realizada a una
joven de 17 años, aspirante al programa de Administración de Empresas, ante la
pregunta “¿tu familia te apoya en la decisión de estudiar esta profesión?”
Respondió con firmeza: “Sí. Mi papá y mi mamá me apoyan y antes de venir me
dijeron que debía estudiar para llegar a ser una gran gerente”. En ese momento,
me sentí tentado a convocar al papá y a la mamá de la niña para preguntarles
“¿ustedes dos han puesto de su parte para que su hija sea una gran gerente?”
Porque erróneamente, ambos podrían pensar que la tarea es sólo de la
Universidad, olvidando que desde el primer día de vida de sus hijos, los
hogares pueden contribuir a que sean buenos profesionales y excelentes
ciudadanos, asegurándose que en el hogar y en los establecimientos educativos a
los que los llevaron, los formaron para la vida.
Se forma para la vida cuando se
propicia que los hijos puedan desarrollar las capacidades que caracterizan a un
buen vivir: que sean capaces de autocuidarse; pensar, sentir e imaginar;
emocionarse; tener una idea de los que es el bien y la justicia; respetar la
naturaleza; jugar; y de participar con los otros.
En la hipotética entrevista a los
padres, se les hubiese explicado que si en su hija falta la capacidad de
emocionarse, difícilmente contaremos con una gerente que motivará
entusiastamente a sus empleados para que logren las metas organizacionales; si
falta la de tener una idea del bien, tendremos una gerente que no generará
relaciones justas con los proveedores o los empleados de su organización; si
está ausente la de respetar la naturaleza, no será posible que se comprometa
con la sostenibilidad ambiental de su organización; si no desarrolla la de
participar con los otros en los diversos grupos comunitarios, no es de esperar
que se integre a equipos de trabajo que propenden por el cumplimiento de
objetivos esenciales; si no evidencia la de pensar, sentir e imaginar, no será
posible que críticamente contribuya a retroalimentar los cuadros estratégicos
que muestran los caminos seguros que debe seguir la organización y lo que es
peor, mostrará resistencias para empoderarse de sus tareas.
Las familias deben comprender que
la formación en estas capacidades para la vida se torna esencial para que las
futuras familias que conforman sus hijos tengan padres de familia y madres
idóneos, para que las organizaciones cuenten con empleados comprometidos y
competentes, para que la sociedad cuente con ciudadanos que reivindican
derechos, porque además cumplen con sus deberes, y lo más importante, para
contar con seres humanos que le encuentran sentido a la vida.
En el último Reporte Global de
Competitividad en el que Colombia aparece mal librada en el puesto 69, la
pregunta que muchos se harán será ¿Qué competencias profesionales debemos
propiciar en nuestros estudiantes para que tengamos una nación altamente
competitiva y avancemos en este ranking? Si bien la pregunta es válida, desde
la responsabilidad social nos debemos plantear primero la siguiente pregunta:
¿Cómo debemos orientar la educación, la que se imparte en las familias, en la
escuela y la universidad, para que desde la formación en capacidades tengamos
seres humanos integrales que se comprometan con su vida, con su familia y con
el crecimiento económico y el desarrollo humano del país?
Sin lugar a dudas, esto es un
asunto de prioridades.
Ph.D. Nicolás Fernando Molina
Sáenz
nicolas.molina@upb.edu.co